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COSAS DE MI VIDA

Escribir es como hacer un viaje hacia las profundidades para que salgan de su escondite los murmullos de la memoria........

Deseos marchitos
Publicado en:19 Agosto 2020 3:49 pm
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
13821 vistas
Nunca nadie la ha acariciado ni siquiera con una mirada.
Cuando piensa en el silencio que la atrapa, exorciza el momento y se abandona evocando amantes desconocidos pero complacientes. Sensaciones marchitas salen de su encierro y ella flota con libertad, tendida en un mullido sofá de flores. En la penumbra del salón, su cuerpo vibra y resuena de pasión, como las campanas de un viejo templo; la oquedad de su intimidad color púrpura se humedece de deseos y, su mano, se arrastrada por debajo de la bata de tafetán.
Siempre, siempre, cobijándose bajo el fuego de sus fantasías corriendo el riesgo de quemarse y agotarse por la insondable soledad que no hace otra cosa que consumirla.
Se siente mareada de que la vida conspire contra ella y la reviente contra el muro de una esperanza que lleva siglos galopando a su alrededor. Está hastiada de que el destino elija por ella y humille su cuerpo insatisfecho. Emprenderá su propio viaje y se lanzará en los brazos de su voluntad. El decoro y los remordimientos de conciencia, ¡al diablo!
Lo vio en la galería, con su aire casual y un rostro que despedía fuego como una chimenea encendida. La piel suave y tersa como un melodioso tambor y un brillo en sus ojos, como las escamas de un pez.
Una avalancha de deseos se agolpa en su mente. Corre hacia él para que no se escape. Se le planta de frente y lo mira intensamente a los ojos; él corresponde tomando su mano y entrelazando sus dedos con precisión.
¡Por fin las fichas del rompecabezas encajan y quiebran el aterrador silencio!
Las horas se desgranan en el reloj de péndulo de cobre que marca la hora de un domingo de verano.
Ella, sumisa, desvergonzada y perversa, languidece en el mullido sofá de flores.
Es muy pronto para levantarse. Cierra los ojos y se deja arrastrar por la tranquilidad de la placidez.
Autora.Netty Del Valle
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MUÑECA DE TRAPO
Publicado en:23 Enero 2020 6:14 am
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
14392 vistas
Los tengo pegados a los huesos como mi segunda piel.
Hilvano y deshilvano mis tiempos idos mirando el azul lejano del cielo, para conjurar el espíritu de los recuerdos que flotan en la distancia arrastrándome a la deriva. ¡Me crujen las entrañas!
A veces, quisiera que se fueran volando y se perdieran en la nada para acabar con mis vigilias. Otras, deseo retroceder y estancarme en la niñez y en la juventud, donde viví mis mejores momentos. ¡Nunca más hallé cordura y extraviada ando bajo el tedio salitroso del remordimiento!
El corazón se me rompe y acelera; la garganta se aprisiona con un nudo de tristeza cuando llega cada 23 de abril, y recuerdo que partió virgen en un féretro vestido de noches profundas y densas… ¡La noche vacila y parpadea!
Sucedió en 1983, bajo un sol sofocante y pegajoso de un atardecer amarillo rabioso; quedó sepultada en una bóveda blanca cubierta de verdín, en medio de un jardín de grama reseca, mustia y preñada de silencio de muerte. ¡Esta imagen me recorre las vísceras!
Los sollozos arden en las caras pintadas de dolor, y los habitantes de polvo de osamenta le extienden sus brazos, y se la llevan a un lugar donde deambulan las vírgenes castradas por las costumbres. El chirriar de los goznes de la puerta del cementerio me atraviesan la médula y echan en cara mi maldad…
¿Quién se conduele de mi dolor por su partida? Doy media vuelta ante el epitafio azul y le dejo un adiós lastimero perseguida por la danza cacofónica de unos huesos todavía frescos…
La luna lloró sobre su cabello corto y lo tiñó de gris plata; lo único que conservó de ella hasta la hora de la liturgia en el cementerio del pueblo. Lo arreglaba con los dedos de la mano, demarcando un camino zigzagueante que dejaba al descubierto un cráneo tan rosado como los zapotes del Chimborazo, bucólico lugar que frecuentaba la familia para abrazar el olor del agua, escuchar las voces del viento, el canto líquido de los pájaros y el lamento de las lavanderas.
Ella fue la mayor y la única entre cinco varones. Por pura ventolera para jugar con ella y llenar los vacíos, fue vestida como una muñeca de trapo con una bata enteriza hasta el tobillo, con la clara intención de proteger la costumbre del pudor de sus antepasadas, y de amputarle el fluido deseo que se perdía en sus muslos desnudos. Pese a las ataduras, a la , las ganas la quemaban como esperma derretida y hombres vestidos de mendigo y con garras de lobo, la perseguían en sus sueños paliativos.
Todas las oquedades del deseo le fueron selladas con queratina caliente para impedir que ímpetu lascivos, la atacaran cuando llegara la hora del despertar de las feromonas. Se salvó el “botón del placer” porque la ignorancia de quien la parió, era tal, como una mujer de la época medieval que nunca se percató de estos senderos.
La muñeca lo descubrió en una noche de toque profundo: trascendía sombras y se elevaba. Se volvió adicta explorando con frecuencia y humedeciendo sus dedos con el agua del vaso debajo de la cama. Noches densas flotando en la música de los almohadones de pluma para refrescar los deseos.…
En sus ojos, incrustó redondos botones rojizos de cuatro huecos, dejándola ciega como las salamandras que no ven el fuego, y como los peces que no distinguen el agua. La boca suturó con cuatro nudos franceses quirúrgicos para que se tragara las palabras. Aprender a vivir en el mundo de muñeca creado para ella, fue el mejor antídoto para no perder la razón, la conciencia y la imaginación.
Si pudieras ver lo que ha quedado de la casa donde creciste, te daría un patatús: solo un lote vacío donde flotan fantasmas, el espíritu de nuestros muertos, cucarachas alonas de esas que tanto miedo le tiene mi hermana Alcira, ratones Pérez con muchos dientes de leche a cuestas, salamandras blancas y pecosas como la familia, y todos los burros del pueblo que van a rebuznar a las cuatro en punto de la tarde. ¡Todo se acaba y todo se va!
…»Creía que iba a desvanecer y quedar suspendida en las amarillentas tardes de playas desiertas»…
…»Mis días, unos tras otros, se agrupaban tristes en las orillas, abrumados por la ausencia de palabras de una virgen de trapo…»
…»Avanzo como pelícano errante en cielos sin esperanzas: playas atestadas de algas putrefactas; acre olor del agua estancada; vientos rebeldes peinando árboles hirsutos…»
…» Un día, llegó a un tranquilo muelle: encontró lo que necesitaba y ancló la vida para descansar…»
La ausencia de Tata sigue enterrada en mi memoria y el epitafio azul que un día escribí para ella:” Aquí yace una mujer invadida de silencios y sin nada que decir”, será la misma inscripción que encajarán en mi lápida con vaho de violetas…
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Extraña Pasajera
Publicado en:10 Marzo 2019 7:27 am
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
14803 vistas
Los árboles se mecían inmutables ante el frío de la noche.
Encendí las luces anti nieblas por las condiciones climáticas de la madrugada.
Conducía lentamente, pudiendo observar por el espejo exterior izquierdo, el presuroso ir y venir de los transeúntes saltando charcos de agua y buscando refugio bajo la cornisa de alguna edificación. El sonido largo y estridente de sirenas de policía y de ambulancia, interrumpe la luz sonrosada de la aurora que se descuelga por el horizonte. Los perros de hocico frío y miradas distantes, se acurrucan con la placidez de una lánguida figura femenina de un cuadro de Moore, al lado de indigentes arropados con periódicos y las mandíbulas apretadas por la terrible temperatura.
El limpia brisas del Chery Tigo amarillo se movía con pereza, arrastrando la humedad del panorámico. Me dirigía a casa después de trabajar diez horas continuas como taxista independiente.
Sobre un andén de la avenida Nuestra Señora de la Amargura, reparé la figura envuelta en una gabardina oscura, con botas altas y protegida con paraguas. Con la mano enguantada, desesperada, hacía señales para que detuviera el vehículo.
Cuando me acercaba, el sonido de varios disparos y el visaje de una sombra que corría con desespero para perderse por el oscuro recoveco de una callejuela, me sobresaltó.
El miedo erizó mi piel y heló la sangre. Sin embargo, me detuve y se subió al auto sin decir palabra. Eligió el asiento detrás de mi espalda y, con la mirada perdida, atisbaba por la ventanilla. Por el espejo retrovisor central, observé la imagen erguida, impasible y ausente de movimientos.
La monotonía de la mujer se coló en el interior del vehículo, actitud que no me disgustó. Estoy acostumbrado tanto al silencio como a la habladuría de los pasajeros que transporto cada noche. Unos hablan de los que mueren de hambre en los países pobres, otros del sube y baja del dólar, de las dictaduras latinoamericanas, de la inmigración, de la polución, de los muros y desplazados. ¡Nada me conmueve! Ni siquiera el mutismo de los que presumo que sufren porque veo en sus rostros un dolor imposible de disimular.
Como conductor nocturno, estoy acostumbrado a la invariabilidad de las conversaciones de los pasajeros que siempre mascullan entre dientes sus rutinas y hasta desgracias. ¿Por qué han de importarme los problemas del otro? Con los míos basta. Simulo que los escucho y muevo la cabeza para parecer educado.
Debo dar vueltas y más vueltas por calles desiertas, desterradas, repletas de bolsas negras de basura inmunda y de ratas que corren presurosas buscando comida en descomposición .Poco me importa la calidad y presencia del pasajero, porque lo que realmente me interesa es que paguen la carrera para llevar a casa el sustento del siguiente día.
La gente que recojo en las calles es de todos los pelambres: desde prostitutas jóvenes y destruidas con los labios pintados de rojo encendido, minifalda apretada de lentejuelas baratas para provocar la compra de sus cuerpos a desconocidos que les conceda un minuto de atención y les tire unos sucios billetes para atender cualquier necesidad, y diminutos corpiños vomitando la silicona de sus senos; borrachos meados con la bragueta a medio cerrar, así como mujeres y hombres bien vestidos que salen de los bares y clubes para dirigirse a sus hogares a descansar. ¡Infinitas realidades que vagan distraídas y despiadadas por las calles de muchas ciudades, ante la mirada indiferente de la gente!
La extraña pasajera parece que no le prestara atención a nada de lo que ocurre durante el trayecto.
Yo, como siempre, no tengo ganas de entablar conversación y me limito a mirar hacia adelante, buscando distracción en los avisos y vallas publicitarias que atiborran azoteas, muros y paredes de edificios, invitando a que votes por un político que ofrece cambiar el país, a que no te la juegues y te protejas del sida, a que realices grandes viajes y comiences a pagar dentro de tres meses, a los hiperdescuentos de las supermercados…En fin, a que te hundas en el turbulento mundo del consumismo.
Me gusta conducir de noche mientras la ciudad duerme. La algarabía del día me agita y pone nervioso. Soy un hombre de pocas palabras que prefiere el silencio y la observación. Soy como mi padre. Le huyo a las malas noticias y tragedias. Por eso, no leo periódicos ni veo noticieros en la tele. El tiempo libre lo dedico a dormir y descansar para reponer energías luego de un trabajo agotador de muchas horas detrás de un volante, rebuscando pasajeros por cualquier calle o avenida.
Por ello, la extraña viajera era un evento interesante, cuyo comportamiento se asimila a mi manera de ser: parco.
Continuaba conduciendo esperando que en algún momento dijera hacia dónde se dirigía. Admito que esta mujer emanaba un misterioso mutismo que me atrajo y contagió.
La mano enguantada me dio dos toques en el hombro. Miré por el espejo retrovisor central y pude observar unos ojos negros y profundos como la noche que nos cobijaba, el cabello recogido en un moño detrás de la nuca, rostro cuadrado y una sensual boca pintada de rojo que me sonreía a mí. ¡A mí!
Un corrientazo me recorrió el espinazo y quedé en blanco.
— ¡Deténgase!— dijo con voz melancólica.
Rebuscó en el bolso y tiró unos billetes en el asiento trasero.
La seguí con la mirada. Llevaba en la mano un ramo de flores artificiales.
El chirrido de las rejas oxidadas del Cementerio Central de la 26, me hizo volver a la realidad.
Apreté el acelerador rumbo a casa con unos billetes machucados en el bolsillo del pantalón.
Seguía lloviendo y temblaba de frío.
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INTROSPECCIÓN
Publicado en:13 Noviembre 2017 8:11 am
Última actualización en:13 Noviembre 2017 10:40 am
16602 vistas
Parada frente a El Grito, desciendo a mis profundidades y emergen las verdades dormidas de mi existencia . Basta que deambule por los caminos ocultos de mi interior para darme cuenta que no hay armonía si ignoro lo que se agazapa más allá de la conciencia. Hay que descender a los abismos del mundo dantesco del Tartarus y reconocer cómo, en los bajos fondos, se retuercen las olas de la oscuridad. Así era yo: como las salamandras, no veía el fuego, como los peces no veía el agua y como humana no veía el aire que me mantiene con vida; si no me veía yo misma, muchos menos a los demás. Muchos años pasaron para que yo recuperara la razón. Fue en ese viaje cuando visité el museo y contemplé la figura; entonces, se abrió mi conciencia y comencé a caminar hacia la liberación final.
¿Quieres saber quién eres? Desciende como Dante y verás muchos condenados metidos entre sus sepulcros. En uno de esos aparecerás tú…
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¿CREACIÓN DEL SUBCONSCIENTE SUMERGIDO?
Publicado en:13 Noviembre 2017 7:04 am
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
16542 vistas
La cama cuna de madera pintada de un color marrón rojizo, estaba ubicada en una esquina de la habitación. La , de aproximadamente cuatro años, dormía acompañada por sus muñecas de celuloide con los brazos y las patas fijas, los ojos azules bordeados con pestañas largas y espesas mirando, sin parpadear, hacia todos los rincones preñados de irrealidades y fantasías. Arrinconados en cestas de mimbre, los demás juguetes propios de una del año 1948.
Se despertó a eso de las dos y cuarenta y cinco de la madruga por el estridente sonido de las gotas de agua que caían sobre el tejado, semejando una explosión de palomitas de maíz. Cuando abrió los ojos, vio la figura estática que flotaba en los pieceros de la cama. No la acojonó el miedo y la pudo observar con detenimiento mientras se iba desintegrando poco a poco. Cerró los ojos, se metió el dedo en la boca y comenzó a soñar con las muñecas de celuloide que tomaban el té en la mitad de la habitación.
Cuatro años después, en otro lugar muy remoto, desafió una aparición del mundo desconocido. A eso de las seis de la tarde cuando estaba jugando con sus hermanos y primas, algunas de ellas manifestaron la necesidad de ir al excusado ubicado en el fondo del patio. Despavoridas, salieron del lugar contando que sonidos terribles salían del lugar. La , revestida del valor que sintió la primera vez que vio la misteriosa figura plantada a los pies de su cama cuna, se paró en la mitad del patio y con voz fuerte invocó al Diablo y le dijo que si era él, que se le apareciera. Al instante, apareció la silueta de una figura semejante a un en posición fetal que la fulminó con el poder de su presencia, y la precipitó por los abismos del miedo.
Pasaron quince años aproximadamente de este segundo encuentro con seres de las tinieblas:ya era adulta, casada y con un de dos años. Se encontraba haciendo la siesta cuando fue despertada por la presión que sintió en la muñeca de la mano izquierda y los fuertes movimientos que como sacudidas, hacía que su mano se bamboleara sin control. Miró para todos lados y no pudo evidenciar ninguna presencia.
A pesar de estas experiencias misteriosas y tenebrosas, le quedó claro que por ahí deben morar seres que a ella no le interesa que la visiten para tomar un café y conversar con ellos.
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¿Solo amigas ?
Publicado en:1 Octubre 2016 9:31 am
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
18141 vistas

Afuera, transcurría lentamente la vida cotidiana de la Bogotá de comienzos de la década de los sesenta del siglo pasado. La mañana era gris y preñada de una lluvia de granizo que se desplomaba sin piedad sobre el pavimento asfáltico de la calle séptima, en pleno centro de la ciudad. Sobre esta calle, se levantaba un vetusto edificio de cuatro pisos de estilo republicano donde se ubica el prestigioso almacén estadunidense Sears: primera tienda por departamentos del país. Entré a trabajar como vendedora en la sección de ropa femenina y ella, a pesar de su juventud, ya era graduada como «oficinista». Allí, nos conocimos cuando ambas teníamos la misma edad: diecinueve años. Ella era soltera y yo estaba recién casada y preñada de esas ilusiones que te arropan cuando pretendes construir la vida al lado del hombre que amas y vislumbras en un mundo rosa propio de las novelas de Corín Tellado muy leídas en la época que me tocó vivir. Lamentablemente, al poco tiempo de conocernos, todo se derritió como en la pintura de La Persistencia de la Memoria, de Dalí, y la incipiente unión se volvió lúgubre y se revistió de indiferencias, violencias y desamores… Ella, fue mi primer paño de lágrimas y la primera persona que vio mi corazón desgarrado por dentro…
En el largo pasillo del cuarto piso, un reloj marcaba las diez y cinco minutos de la mañana. Sobre las frías y cuadradas baldosas del piso de linóleo gris, retumbó el sonido producido por unas fuertes pisadas de finos tacones de puntilla que ese día ella calzaba. Así, como la contundencia de su caminar, así fue nuestra amistad. En aquel lugar fue donde nuestro primer encuentro se selló por una eterna mirada que se cruzó entre las dos y quedaron nuestras almas unidas como si de una sola se tratara…
En la misma medida que me alejaba de mi marido, mis sentimientos hacia ella cambiaban de rumbo sin que yo lo notara: es que a su lado yo me aislaba de mi mundo de infortunios y con ella me sentía en una cálida burbuja que me protegía del distanciamiento de un hombre para el cual era una extraña y por ende, una mujer profundamente infeliz. Ella, era mi refugio…
A ella, le vacié todas mis intimidades: fuimos libros abiertos sin páginas arrancadas, ni tachadas; sin borrones y mucho menos hojas en blanco. Éramos dos amigas despojadas de hipocresías que se atrevían a desnudar sus almas para desentrañar, mutuamente, las tristezas, las infidelidades, los odios, la culpa, las angustias, las derrotas, los recovecos del amor, la pasión y hasta las oscuridades de nuestra sexualidad.
Muchos años duró ese sentimiento que nos unió y nunca pude calificar, hasta aquel día en que nos citamos en un bar para ir a tomar un café, y celebrar los cuarenta años de nuestro primer encuentro en un pasillo de un almacén de la calle séptima de Bogotá.
Llegó mojada por la lluvia de esa tarde de septiembre, protegida con una gabardina azul que le llegaba a media pierna. Cuando la vi, sentí que no podía dejar escapar la última oportunidad de amar que había encontrado en el camino. Me acerqué a ella para saludarla, me empiné un poco, era más alta que yo, y le di un beso en la boca…
Afuera seguía lloviendo. Sentí que mis penas se alejaban, le tomé una de sus manos, entramos al bar y sentí que mi alma sonría…
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PROFANA POR AMOR
Publicado en:3 Junio 2016 4:18 pm
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
19358 vistas
Por pura fidelidad cristiana, entré a la basílica de Santa María con paso decidido para derribar los muchos símbolos de arcilla que él me había regalado en el transcurso de nuestra larga relación. En este tiempo, las fuerzas misteriosas del mundo pagano habían tomado posesión de mis creencias cuando, por amor, había decidido divorciarme de todas mis costumbres solo para seguirlo a él, quien se convertiría en mi becerro de oro y me corrompería la existencia .Mientras estuve a su lado, solo sabía vivir de pistas, señales y alusiones que me llevaban sin rumbo por cualquier lugar. Una pila de piedra con agua bendita situada en la entrada principal de la iglesia, se me ofrecía generosa para que tomara de ella con mis manos y me persignara en señal de reconciliación. Cuando sumergí mis manos en el agua, esta se tiño de rojo por el peso de mis pecados marcados por la ausencia de principios sagrados y religiosos…
Mientras caminaba en actitud de devoción por el pasillo de la nave central para dirigirme al confesionario, la historia de los tiempos idos se hizo presente y reviví las imágenes de terror que allí sucedieron y que me contaron mis padres cuando, una tarde, desde el castillo de Santa Bárbara, contemplábamos la gama de los azules que bañaban el Mediterráneo. Todavía huelo la fragancia yodada del mar y veo las multíparas manos de las brisas largas de verano, bamboleando las palmeras y jugando con los mástiles de las embarcaciones ancladas en el puerto.
Miré, con ojos de sonámbula, las muchas obras de arte religioso que engalanaban el interior del recinto y sentí pánico cuando me quedé prendida de la mirada mutilada de una imagen de piedra de estilo gótico que representaba una Inmaculada del siglo XVII que dominaba el altar principal. Las altas y descompasadas notas de un órgano que acompañaba la música sacra con sus coros, se lamentaban del pasado y las teclas rugían. Las notas crepitaban sobre el piso calentando las baldosas, mientras yo caminaba de puntillas para evitar que mis talones se calcinaran. Nada se salvó de la voracidad del poder y del fuego: ni la hermosa pila de agua bendita de estilo renacentista de mármol blanco de Carrara, donde muchas veces, con mi familia, nos santiguamos. Los ricamente adornados altares tallados en madera y revestidos con laminillas de oro, también sirvieron de combustión para hacer arder la hoguera que, premeditadamente, había sido instalada en la plaza que lleva el mismo nombre de la iglesia de Santa María.
Un sonido fuerte y persistente comenzó a golpear dentro de mi cabeza: era el desfile de mil botas republicanas que, en sincronizado repique militar, se dirigían marchando hacia el templo sagrado de la « Muy Ilustre Fiel y Siempre Heroica Ciudad de Alicante»… A lo lejos, divisé la devastación que dejan las guerras civiles producidas por las dictaduras y el hambre de poder, y sentí dolor. Caí de rodillas en la mitad de la única nave central que tiene la iglesia, mientras el estridente sonido de las suelas de las botas milicianas rozando contra el piso, se elevaba por las dos capillas laterales y sobre sus cúpulas volaban alborotadas cientos de palomas grises.
Seguí avanzando con pasos temblorosos por el corredor de la nave principal para dirigirme a un costado del Altar Mayor donde, en un sencillo nicho de yeso, se encontraba exhibido Juan el Bautista, con sus brazos desplegados a cada lado de su cuerpo, como dándome la bienvenida al mundo de la reconciliación. Le miré de arriba abajo y aprecié su pobre túnica de los típicos nómadas beduinos que andaban deambulando por las orillas del desierto de Judá. Así como el santo saltó de alegría desde el vientre de su madre cuando estuvo ante la presencia del Redentor, yo sentí que mi conciencia comenzó a desperezarse y vi que sus labios se abrieron para susurrarme: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado»…
Sentí miedo cuando vi flotar por toda la iglesia, una bandeja de plata que portaba una cabeza decapitada que me miraba con desencanto. No quise insistir sobre mi deseo de confesarme y pedir perdón y, aterrorizada, abandoné el lugar.
Excitada, me senté en un banco de madera en la placita de Santa María.
Abrí la pequeña bolsa de terciopelo azul turquí donde guardaba los siete símbolos que con ansiedad manoseaba. Nerviosa, los contaba uno por uno, como si de monedas se tratase. Al tocarlos, una fuerza poderosa me arrastraba por mundos dantescos repletos de tinieblas, monstruos y oscuridades. Algo me quemó los dedos. Saqué la mano y aprecié una quemadura color malva, de forma alargada, semejante a una serpiente.
Esta sería una de las primeras señales de infamia que me estigmatizarían si continuaban en mi poder los siete signos alegóricos a la maldad y la perversión. Antes de esta primera manifestación física que acababa de experimentar, ya me venían sucediendo situaciones extrañas que me hacían sufrir lo indecible…
Lo maldije por haberme dejado sin ninguna explicación y, además, abandonada en una estela de amarguras y contrariedades. Quedé cansada y a la deriva, como los barcos fondeados en la bahía que se dejan llevar por el vaivén de las olas…
Así como intempestivamente había llegado, así mismo lo borraría de mi vida algún día y sería, precisamente, a través del fuego liberador, elemento protagonista en Els Fogueres de Sant Joan. En la ciudad de Alicante lo había conocido y en esta misma ciudad debía enterrar todo vestigio de su existencia.
Este marinero de mares remotos, se había bajado un buen día de un velero sin banderas que estaba fondeado en la bahía. Era una tarde de verano cuando me encontró sentada en un bar cerca a la Explanada de España, bebiendo una caña y fumando sin cesar, como si el humo pudiera disipar el estremecimiento que sentí, cuando aquella mirada se topó con la mía. Hice un gesto sutil con la mano y me dediqué a contemplar las cuatro filas de palmeras que ordenadamente, se extendían a más de medio kilómetro, bordeando siempre la orilla azul del Mediterráneo. La Explanada vibra por el bullicio de la gente que camina de punta a punta y se deja embelesar por el crepúsculo que se pierde en el infinito.
El día se va consumiendo y en los bares de alrededor, se escuchan los sonidos de la música popular y de los pasodobles interpretados por las bandas que alegran las festividades. Se encienden las luces de las farolas de pie que adornan el paseo. Rayos de luz viajan por el piso que al chocar contra el maravilloso mosaico, producen destellos multicolores con el Rojo Alicante, el marfil y el Negro Marquina, que mezclados entre sí, es como si estuvieras contemplando el oleaje del Mar Mediterráneo.
¡Mar de cálidos y profundos azules amasados por espumas blancas y gritos de sol anaranjado que se pierden en el infinito!
Quedé atrapada en la magia de los colores…
Mi alma gimió cuando intenté buscarlo y no lo vi…
Suspiré por la mirada que a propósito esquivé.
Insistí y allí estaba…
Perdí el control cuando se me acercó…
— ¿Por qué esquivaste mi mirada? ¿Tienes miedo, bonita?
—No hablo con desconocidos— le dije sin ninguna convicción.
Me miró con ansia y sentí que su mirada me suplicaba que le permitiera sentarse.
Con ademán sereno y lento, apartó una silla de la mesa sobre la que reposaban tres vasos vacíos de Hortacha que había bebido en toda la tarde. Se sentó enfrente de mí.
Apasionadamente tomó mis dos manos entre las suyas y se presentó permaneciendo sentado.
—Mucho gusto, me llamo…
— «El Moro— le interrumpí groseramente. ¡Qué bien se aprecia desde este lugar la figura esculpida en piedra de este icono de la ciudad! ¡Cuántos miles de años habrán pasado para formar esta talla del perfil del desdichado califa!»
—Cántara— pronuncié con profunda tristeza…
— ¿Así te llamas?— me dijo sujetándome del brazo firmemente.
Le sonreí tan dulce y deliciosamente que una ola de cálida simpatía se cruzó entre los dos y se rompió el hielo de la noche. Amparados por el anonimato, nos perdimos en los recovecos de las calles enfiestadas y, embriagada de Margaritas en copas escarchadas, subí a su velero y nos perdimos en el silencio de las sombras del puerto…
Ya en sus manos, me convertí en el juguete azul de sus pasiones, y como el Mediterráneo que se estrella en la parte sur contra las rocas escarpadas, así me trató y así me dejó cuando partió.
¡Quedé hecha polvo!
Volví de regreso a Alicante atraída esta vez por sus rituales para potenciar sus riquezas culturales, hacer realidad los deseos más anhelados y exorcizar, a través del fuego, los siete objetos cargados de simbolismo que Alí me regaló y que fueron mi maldición.
Los fuegos artificiales se dispararon desde lo más alto de la cumbre. Por el aire alicantino se esparcieron lenguas de fuego que formaron figuras fálicas de serpientes que explotaron en mil colores y, lentamente, descendieron para sumergirse en las profundidades del mar…
Parada en la mitad de la rambla, justamente cuando las campanas de la iglesia de San Nicolás repicaban anunciando las doce de la noche del día 24 de junio, vi cómo la pequeña bolsa de terciopelo azul turquí, me fue arrebatada de las manos por una fuerza misteriosa que la depositó en una hoguera que ardía en la mitad de una de las calles del casco antiguo de la ciudad.
Me hinqué de rodillas en el suelo y besé la tierra de Alicante pronunciando con reverencia que esta es la « millor terreta del món», porque aquí me liberé.
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¿QUIÉN TIENE LA RAZÓN ?
Publicado en:20 Enero 2016 9:55 am
Última actualización en:15 Febrero 2019 3:26 pm
21437 vistas

Siempre, insistiendo sobre lo mismo, terminé por darle la razón en todo.
Tenía entendido que este sentimiento era radical, tal como lo creería, muchos años después, interpretando lo que dijo Platón: «El amor consiste en sentir que el ser sagrado late dentro del ser querido.» !Qué lejos estaba yo de la realidad!
En un principio, mi referente era la literatura rosa de Corín Tellado, donde el amor invadía las páginas desde el principio hasta el final, y la ilusión de vivir afectos semejantes, influenciaron mi juvenil locura.
Se me enquistó en la mente, la ilusoria idea de que el amor era radical y estaba exento de dualidades. Nunca me atreví a pensar que, Mauricio, con el paso de los meses y de los años, más aun, se convertiría en otro señor “Hyde”, con dos identidades disímiles: una, caballerosa, alegre y cordial para la gente de afuera, y otra hacia dentro para mí, preñada de infidelidades, indiferencias y violencias.
Cuando lo conocí aquel doce de noviembre de mil novecientos sesenta y dos, mi corazón comenzó a latir aceleradamente, como el órgano de la catedral donde nos casamos, unos meses más tarde. Parecía que el mismísimo Juan Sebastián estuviese interpretando la Tocata dentro de mí. Me quedé colgada de su mirada extensa como mi mar Caribe y del ondular de su voz como el leve viento que bambolea un barco a la deriva…
—« Te esperaba, cariño»— me susurró al oído, al tiempo que estrechaba mi mano y, complaciente, miraba a la persona que nos había presentado.
Cuando nos casamos, estaba en la primavera de mi vida, de mis sueños, de mis deseos, de mi pasión. Mis ojos todavía estaban entornados por la inocencia y la candidez. Comenzaba tímidamente a despertar, así como el alba se va asomando detrás de las colinas del pueblo donde crecí.
¡Qué tonta y soñadora era! Pensaba que mi vida sería un estallido permanente de risas, de amor de locura, de aroma de flores, de entrega total, de deliciosa comprensión, de pasión desenfrenada, de éxtasis total… El hombre que conocí en el principio de los tiempos, al que idealicé pintado de los diáfanos colores del arco iris, se fue transformando y se embadurnó de sepia hasta los sesos. Me pintó de negro azabache el alma y logró ponerme a divagar, en mares de obsesión y de amargura.
Sentada, sin tiempo, en una mecedora de paja, clavaba los ojos hacia cualquier lugar de arriba del salón donde me encontraba, intentando, tal vez, que desde allí, me cayeran las respuestas de por qué, lo bueno, se había convertido en malo, si yo creía en las bondades y la eternidad del amor. El tiempo vivido a su lado, se descuajaba del techo y agonizaba en el piso, revolcándose entre los grises recuerdos. Mi corazón, gangrenado por el desamor, servía de entretenimiento al gato que se arremolinaba entre mis pies. Murmullos de caricias sin ecos agrietaban las paredes. El tejido necrosado de mis sentimientos, se suspendía en el aire y me producía satisfacción y lograba excitarme…
Lo esperaba, largas horas, meciéndome en la infinita agonía del silencio. Cuando llegaba de la calle, a altas horas de la noche, percibía el fuerte olor a coñac y a barata.
Sentía Miedo.
Le tenía miedo.
Mi voluntad quería gritar, ¡no más abandono, no más tristezas, no más desamor! ¡No podía!
Era tal la fascinación que yo sentía por el amor, que creyéndolo sagrado, pretendí descuajar la frialdad de sus sentimientos, entregándome toda. Creía que las tempestades y las tormentas, jamás se atreverían a tocar la belleza de este sentimiento…
Unas gotas de agua salada bajaban por mis mejillas.
—«¿Estás llorando?»— preguntó alguien dentro de mi…
—«Sí, son las lágrimas negras de los muertos»— me replicó otra voz desconocida…
Afuera, la noche era serena, cálida, con lampos de luz milagrosa. Por la ventana del salón, se coló un viento que me trajo vagos recuerdos. Mi mano blanca y arrugada por el paso del tiempo, buscó , dentro del bolsillo de mi vestido negro, un pañuelo para secar las lágrimas. El pañuelo se tiñó de luto.
—«Hoy hace veinte años que partió»— me dije absorta en mi búsqueda y levitando en la ilusión.
Abandoné la mecedora donde permanecí veinte años sentada, y me perdí en las sombras de la noche…
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COMO LA RUEDA DE SAMSARA
Publicado en:20 Enero 2016 9:45 am
Última actualización en:10 Mayo 2016 9:05 am
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Todo comenzó por unos malditos dedos de los pies.
Desde entonces, siendo aún una , sigo cubriendo mi rostro con la máscara de la vergüenza que me produce el solitario ejercicio.
Todas las noches, antes de acostarnos, mamá nos sentaba en el borde de la cama y con las manos unidas en actitud de oración, rezábamos con devoción, a los ángeles de la guarda y a una lámina de las ánimas del purgatorio que colgaba de un clavo, en una de las paredes de la habitación.
Antes de cerrar los ojos, levantaba un poco el toldo que nos cubría de la picadura de los mosquitos o de algún alacrán que nos cayera del techo de palma. Observaba, de reojo, las caras de afligidas de estos personajes dantescos envueltos de pies a cabeza, por fulgurantes llamas de toda las tonalidades del color amarillo. Verlas con los pies atados con cadenas y los brazos en alto en actitud de súplica, no amedrentaron mi costumbre de masajear, todas las noches, mi joven clítoris, que no conocía de pecados ni de torturas, y solo daba rienda suelta al inherente deseo que hace parte de la naturaleza humana.
Por ser la mayor, tenía el privilegio de dormir hacia la cabecera de la cama, y mi hermanito de apenas cuatro años de edad, era colocado del lado de los pieceros. La oscuridad y el silencio de la noche, estimulaban mi incipiente erotismo y, como un ritual, cuando mamá daba la espalda, comenzaba para mí la magia sexual, con todos los dedos de los pies de mi hermanito menor. Cuando por alguna razón dormía sola, humedecía mis dedos con saliva para estimular mi íntimo viaje hacia el placer.
Me volví adicta, y la lujuria se apoderó de mi cuerpo. Se me durmió la conciencia y deambulaba por el mundo infrahumano, cubierto de cenizas candentes y de tridentes al rojo vivo, que me perseguían por una escalera que yo bajaba y subía para esquivar la persecución.
En mi psiquis, se enquistó el insomnio con sus noches largas y cada día me hundía más en la tentación. Muchas veces, sentía que un líquido blanco y pegajoso me iba bajando por el canal medular, vértebra, por vértebra, y se regaba placentero por entre mis piernas. Como un perverso reptil, salía todas las noches a buscar presas para saciar mi desviación. Mi madre, una ignorante de pueblo medieval, no comprendía mis sufrimientos y creo, me abominaba por mi horripilante y tenebrosa enfermedad.
Refugiada debajo de mi cama, percibí el fuerte olor a azufre que inundaba la habitación. Un coro de chirridos, rugidos, relinchos y ladridos, brotaban desde abajo del piso de tierra. Sentí que mi cuerpo se desintegraba y mi espíritu descendía, girando en espiral, por una rueda metálica y dentada que me arrastraba hacia un mundo de infelicidad...
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LA CASA ABANDONADA
Publicado en:20 Enero 2016 9:27 am
Última actualización en:24 Abril 2024 5:59 am
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– ¿Hoy no haces la caminata habitual?— pregunta Lorena a su hermana menor, que luce desmejorada a raíz del nuevo tratamiento con quimio que acaba de pasar.
—Anda, cambia esa cara y caminemos juntas por aquel sendero que nos conduce a esa casa abandonada que desde pequeñas nos ha llamado la atención. Siempre has sentido curiosidad por entrar en ella, pero la valentía nos abandona. Solo merodeamos el lugar, echamos un vistazo por las ventanas y ambas salimos corriendo despavoridas por las polvorientas historias que cuenta el abandono…
—No me siento con ganas—replica sin ánimo Isolda.
—Un poco de ejercicio te sentará bien para fortalecer tu salud—
Lorena va en busca de un abrigo para cubrirla y le anuda una bufanda de lana virgen alrededor del cuello. Lo que menos desea es que ahora vaya a tomar un resfrío, piensa silenciosamente.
Por un estrecho camino emprenden lentamente la caminata, divisando al poco rato la espectral casa que se alza, triste y abandonada, sobre un promontorio de la colina, rodeada de desolada vegetación.
Un fuerte empujón de Lorena hace ceder el viejo portón de madera que da acceso a lo que, en otro tiempo, fue un jardín que sus dueños se esmeraban en tener bien cuidado; especialmente cuando llegaba la primavera. Las flores, que explotaban en mil colores en esa hermosa época del año, seguramente eran recogidas por sus dueños y puestas en grandes jarrones de cerámica que adornarían muchos rincones de la casa.
«BIENVENIDOS», reza una tabla de rústica madera, que está a punto de caer, mostrando implacablemente la huella de suciedad y descuido que deja el abandono. Lorena mira hacia el cielo y contempla un color que ya había olvidado. Inhala una bocanada de aire fresco y, con decisión, toma de la mano a su hermana y entran al lugar.
«La desolación que embarga el salón principal es una clara evidencia de que en este lugar ocurrió algo que paraliza los sentidos», piensa Lorena en silencio.
« Se ve flotar en el ambiente la soledad, quizá por el desencuentro de dos personas que vivieron un drama tan crucial que los llevó al abandono del lugar pero, también, es posible que… ¡Qué sé yo!»
Lorena nunca abandona a su hermana, no solo por la enfermedad sino desde que quedaron huérfanas. La acomoda en una de las poltronas repletas de telarañas , a la que ha sacudido previamente; le abriga los pies con una de las cobijas que están tiradas en un canasto de mimbre ubicado en un rincón del salón y comienza a curiosear, dando vueltas de un lugar a otro, mientras se traga el olor que dejan los tiempos que ya fueron.
Comienza a mirar minuciosamente en cada detalle del recinto, para saciar el gran misterio que ella presiente flota por todo el lugar y, entonces, le llamó la atención un diario que estaba desparramado sobre el piso. Lo toma en sus manos y, con su boca, sopla sobre él para apartar el polvo que lo cubre; aparece el título «Historia de un abandono». Mira con infinita ternura hacia Isolda, como si estuviese ante un cuadro de Magritte, se sienta sobre el piso y se adentra en los oscuros vericuetos de una historia que presagia grandes misterios.
Sobre los cristales del gran ventanal que da hacia el jardín lleno de malezas, se deslizan lentamente las primeras gotas de una tormenta que se avecina. Lorena hojea el libro y un temblor la recorre de pies a cabeza. Despierta a Isolda que, se ha quedado durmiendo profundamente en la butaca, y emprenden a pie el regreso a casa, en medio de una tarde inundada por los grises de un cielo encapotado.
Buscó un lugar discreto para instalarse a leer el diario y no llamar la atención de Isolda, y se quedó allí hasta altas horas de la madrugada, a pesar del cansancio que se adueñaba de sus huesos por la larga caminata.
« A los veinte lo conocí, cuando yo estaba de vacaciones en una pequeña cabaña a la orilla del mar, después de haber terminado mis estudios universitarios. Él tenía treinta y siete y bastó vernos para enamorarnos. Nos convertimos en amantes clandestinos hasta que nacieron las y decidimos irnos a vivir a la casa de La Comarca. Era la familia perfecta hasta que, por casualidad, un día supe toda la verdad. ¡Quise desaparecer!»
« Enloquecí y cosí su estómago a puñaladas. Ya no podía seguir amando a mi propio hermano, con quien había engendrado dos hijas: Lorena e Isolda, mis pequeñas inocentes quienes no debían pagar por un destino que no buscaron. ¿Cómo reaccionarían cuando supieran nuestra trágica historia de amor? De solo pensarlo se me hiela la sangre…»
— ¡Pobre mamá! ¡Imagino sus sufrimientos!— musita Lorena entre dientes, mientras por sus mejillas ruedan lágrimas de profundo dolor.
« Pasé toda la noche en vela, contemplando el cadáver que no quería dejar solo. Me desboqué y comencé a reír con grandes carcajadas, buscando liberarme de la atrocidad que acababa de cometer y mitigar en algo el dolor que me producía haber asesinado al hombre que me enseñó a mirar el amor como lo describen los poetas. ¡Por qué fuimos víctimas de un fatal destino, si ninguno de los dos sabía los lazos que nos unían?»
La cruda historia, que se va revelando ante los ojos de Lorena, le revuelven las ganas de fumar un cigarrillo. Pero ese vicio le está prohibido desde que apareció, hace cinco años, el maldito melanoma de vulva que le mutiló a su hermana, a través de una devastadora cirugía, todos sus genitales. Ya desde antes se había convertido en su protectora, cuando fallecieron los esposos Prins, quienes fueron sus padres adoptivos. ¡Jamás la abandonaría!
— ¡Cómo me vendría de bien tomarme un whisky a la roca!
Se levanta y se dirige trastabillando al bar, como si estuviese deambulando por la cuerda floja.
Antes de regresar nuevamente al salón, se detiene a mirar por el ventanal la noche: preñada de silencios, negra y sin estrellas. Como ella misma: ¡Desolada!
« Romper el silencio de lo oculto, convirtiéndome en una asesina, fue para mí más desolador que continuar disfrutando las mieles del pecado y la perversión a través de un aborrecible o. El vacío se apoderó de mi alma y me redimí, porque ya no odiaba ni tampoco amaba. Sentí que me encontraba en el traspatio de la muerte, y me quedé suspendida en un tiempo y un espacio sin movimiento, mientras oía a lo lejos, la sirena de una ambulancia…»
En la cara de Lorena se dibuja el desconcierto, porque faltan muchas páginas del diario y sabe que jamás conocerá qué le pasó a su madre. La incertidumbre siempre será un estigma y la perseguirá por el resto de sus días.
Sonríe con un dejo de amargura y dolor pintado en su boca; avanza hasta donde está Isolda, le da un beso en la frente, la cubre muy bien con la manta y le pide a la tormenta que se lleve la historia que acaba de leer, esa que Isolda jamás conocerá…
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